“Después de mí: ¡Naide! y después de naide: Fuentes” sentenció Rafael Guerra “Guerrita”. Hoy, después de algo más de un siglo, podemos volver a usar la sentencia tan propia del partido guerrista. Después de Morante: ¡Nadie! y después de nadie: Pablo Aguado. Es cierto que diciendo esto ignoramos a toreros de grandísimas dimensiones como Fortes, Antonio Ferrera o Uceda Leal, pero señores: ¿Cómo se puede volver a ver toros después de ver a Morante de La Puebla ejecutar otra de sus obras cumbre? Es un esfuerzo sobrehumano en el que nos pone José Antonio, ayer mismo lo sufrimos en carne propia: ¿A ver quién es el guapo que juzga de forma justa a un Talavante ayer después de contemplar el milagro del toreo? Milagro del que no se enteraron los de siempre, por cierto, esos “güenos afisionaos” que se dicen defensores de la pureza y que abroncaron a Morante cuando iba a dar la vuelta al ruedo en el primero de la tarde. La más justa que hubiéramos visto nunca.
Morante de La Puebla lleva todo el peso de la Tauromaquia en sus hombros. El de la moderna y el de la clásica. La del valor y la del arte. Y, sobre todo, la del duende. Hasta para beber un vasito de agua hay que
tener duende. Enorme penitencia que expía nuestros pecados de meros aficionados. Peso de palio, peso de cruz, peso de cargar a cuestas a José y a Juan, a Chicuelo, a Manolete, a Bienvenida, y hasta en menor medida a Antoñete. Peso de ser la conjunción del arte y la técnica de los mejores. Peso de su enfermedad a cuestas, peso de su sombra y de la justicia taurina. De los triunfos y los fracasos, que en cada verónica se materializan asentando sus talones sobre el ruedo, atornillando al hombre a la gloria. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Siete columnas del monumento taurino. Verónicas como columnas jónicas atenienses que levantan sobre ellas el techo de un partenón gallista, hilo conductor de la gracia taurina. Y la media, ¡qué media! Media verónica que dice hasta luego y esperadme al mismo tiempo. Hasta luego le dice al toro, y a la estrofa de la faena que se cierra sobre la flor de la elegancia a la que cantó Gerardo Diego. Y también dice esperadme, que nos lo dice a nosotros como invitándonos a seguir los lazos del arte de matar toros durante los veinte escasos minutos de lidia.
Y de pronto los clarines llaman a picar, y el toro se yergue en mástil de la fiesta que nos congrega en la plaza. Y pica el picador, francamente mal como siempre, y nos levanta al aire un lacónico lamento viendo la puya en mitad del lomo del toro. Picado hasta decir basta, el animal sale suelto de la suerte blandeando en los capotes. Morante le sube la mano, lo cuida, le ha visto la posibilidad de romper hacia delante pese a esos amenazantes pitones. No surge el quite al picador, pero una vez los varilargueros se
hayan retirado surgirá. Tocan a banderillas y pasa Curro Javier dejando dos garapullos, turno de José María Amores que se ve apurado con el toro. Le aprieta hacia el burladero de matadores, le hace hilo y a punto está de echarle mano cuando sale el Maestro de su descanso, con el vasito de plata en la mano lleno de agua. Se lleva el toro a cuerpo limpio con su costado, lo recorta con el vasito de agua en la mano y para su carrera en un medido quite que no es capaz de firmarlo nadie, tan solo Morante de la Puebla. Que venga otro y le empate. Sin derramar una sola gota, no hizo falta, se echó el espíritu del toreo navarro al esportón para cuando tuviera que usarlo, como si aquel Estudiante de Falces que pintó Goya hubiera iluminado el camino de la tarde del 28 de Mayo. Qué gracia natural, qué difícil facilidad. Federico García Lorca, en su genial Teoría y Juego del Duende dice: “La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, de sensaciones de frescura totalmente inéditas,
con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.
En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende se saluda con enérgicos “¡Alá, Alá!” –“¡Dios, Dios!”–, tan cerca del ¡Olé! de los toros –ole, mejor dicho, alargando la e como diciendo: bien hecho–, que quién sabe si será lo mismo; (…).” Así nos sobrevino Morante ayer: como una bocada de aire viejo y nuevo, con la grandeza de lo que ya sabemos que hemos visto pero siempre nos sabe a poco, con la deliciosa sensación de no saber qué va a pasar. Con el duende. No ese duende cursi de flamenquismo hortera e impostado, del que se cree herencia viva de Camarón, con camisa de topos roja y blanca, y que baila en las barras de los bares con muy poquita gracia. No, duende de Caracol y Pepe Marchena, de La Niña de los Peines por zambras con la voz rota por la cazalla. Duende de Rafael El Gallo, que entre sus muñecas y su divina calva había una Babilonia ajardinada con verónicas y serpentinas. Duende de Morante, que despierta lo viejo para mostrarlo al mundo como algo nuevo.
Y, por fin, la muleta en la mano. Con la montera de Gallito se dirige a presidencia a pedir permiso. No debería, la autoridad es él. Parsimonioso recorre de vuelta las tablas, va a obrarse el milagro. Se dobla con el toro. La plaza en silencio, rezándole a la Macarena por un toque de divinidad sobre los inmortales círculos concéntricos del ruedo. Algunos le rezamos ya por la mañana. Y, despacio, se lleva el toro por doblones hasta el tercio. ¡Qué poder, Dios mío! Y qué delicadeza al tiempo, rematando esta nueva página en la historia del toreo con una trincherilla que no por manido es menos correcto, acaricia la arena del Manzanares y los pitones del toro. Ocho pases. Se ha despejado la incógnita: Morante quiere rendir la plaza de Madrid. Se echa la muleta a la derecha tras sacárselo con un pase por alto algo más allá del tercio, y abre la tanda templando a media altura para que el toro se confíe. Iba el toro al ritmo que Morante quería, despacio, sumamente despacio, y ligó los muletazos para mantenerse en esa baldosa sobre la que torea el de La Puebla. Todo en un palmo. Todo bien hecho. Se paró el mundo en el cambio de mano por la espalda, tan despacio que el toro ya estaba embistiendo al de pecho y tuvo que perderle pies. Cuatro y el de pecho son cinco. Sigue por el pitón derecho y colocado al hilo del pitón, donde están los billetes y las cornadas. Pase por alto para colocarse y se le viene el toro, se lo quita con otro por alto que acompaña de uno más para dejarlo en el sitio. Vuelve a venírsele el toro y lo desplaza con un derechazo sobre las piernas. Cuatro más. Y ahora empieza otra tanda, igual o más templada que la primera, de mano más baja y rematada por un pase del desdén recto sobre los talones. No era un torero, era un ciprés toreando. Remata con el de pecho, y hacen siete en total. Muleta en la izquierda y el toro se le viene cuatro veces. Lo corrige y se lo lleva a la sombra otra vez. Ahora sí: muleta en la mano izquierda. Primer natural al relance, templando y despidiendo al toro algo largo. Se queda fuera. Desde el tendido le gritan: ¡Crúzate! Y Morante se cruzó, a pies casi juntos, y se llevó el toro largo en un natural que pudo durar una eternidad. Segundo, la mano abajo, llevando al toro medido, y el animal se le desplaza de más.
Morante lo ha visto: hay que viajar al pitón contrario para sacarle los pases. ¡Belmonte! Lo llama, le roza la taleguilla y sigue, giran los talones y gira toda la plaza como una peonza. Once pases, madre, once pases le dió. El sexto fue un natural de escándalo, enroscado y rozando el oro del traje.
Llega el remate. Séptimo un natural por alto muy de la edad de oro. Octavo uno de pecho larguísimo, noveno uno del desdén llevando al toro tan medido que salió tras de su cadera. Décima una trincherilla de cartel, todavía mejor que la anterior. Undécimo: un molinete invertido gracioso, templado, garboso y armónico: con duende. Vuelta por la derecha, el mejor pitón del toro. Trincherazo para empezar, quebrando al toro, obligándolo a templarse. Le sigue un derechazo a media altura, y un segundo bajando
bien la mano. ¡La apoteosis! El público se pone en pie con cada uno de sus oles roncos y sentidos, pero el tercero es todavía mejor y alarga ese ole un segundito más. Al cuarto le duda el toro, se afianza Morante en su sitio y le espera, le toca cuando coge fuelle y se lo lleva, saliendo andando del derechazo, hasta más allá de su cadera. Cambio de mano gracioso a media altura y sale de la cara del animal. Cinco pases para rematar. A por la espada. Seis pases más en el sumum del dominio de un toro: cinco naturales por abajo, tres de ellos catedralicios, y otra trincherilla para volverse loco. Todos de pie, la verdad nos fue revelada. Estocada al volapié. Un volapié prodigioso, haciendo la cruz, toreando al toro, poderoso y sincero dándose en todo su ser a la faena. Estocada honda, prácticamente entera, un pelo trasera. Tres descabellos tras aviso. Sobran despojos. Esos para el que los quiera, y el que los necesite.
Ayer nos fue revelado a los madrileños el misterio. Ese del que hablaba el Divino Rafael. Torear es tener un misterio que decir, y decirlo. Así pasó, fue todo un misterio, un milagro que nos fue revelado para regocijo y gloria nuestra y del mundo. Morante ayer nos hizo ver la creación del toreo, y en su nacencia también su muerte. Porque después de contemplar una obra al quite de la Macarena ¿Cómo vamos a creer en nada más? ¿Cómo vamos a ser capaces de entrar otra vez en Las Ventas y ver una corrida de toros? Es imposible. Por eso, después de Morante: se acabaron los toros.
~ R. A. M. M.