El torero que asusta al público en la
plaza con su temeridad no torea, sino que
está en ese plano ridículo, al alcance de
cualquier hombre, de jugarse la vida; en
cambio, el torero mordido por el duende
da una lección de música pitagórica
y hace olvidar que tira constantemente
el corazón sobre los cuernos.
~Teoría y juego del Duende,
Federico García Lorca, 1933.
Hablábamos en la anterior entrega del capote de Roca Rey, de sus recursos, de su estilo brusco, y esbozábamos el ventajismo del valor, o mejor dicho del tremendismo.
A propósito de este “valor”, como prólogo a la valoración de la habilidad muletera de nuestro torero, debemos comentar en primer lugar estos alardes, pues creo que muchas de las cosas que hay que destacar para mal en su toreo nos las podemos quitar de un plumazo con esta introducción. Ahora citaré a Bergamín en El Arte de Birlibirloque: El peor truco del torero es la valentía; el torero truculento y sensacional de la valentía es un tramposo. Alardear de valor es en el toreo un efectismo del peor gusto; y, además, mentira; la prueba más evidente del miedo es un exagerado gesto de valor: para asustarlo. El valor y el miedo se excluyen por definición, por principio, de todo arte o deporte constantemente peligroso: porque la regla primordial del arte, del juego, es prescindir del peligro como si no existiera; su previsión es descontarlo. La valentía del torero se supone, como un axioma matemático, sin necesidad de demostración. Y continúa: En el arte de Birlibirloque de torear, todo lo que no es “suerte” es trampa. También puntualiza unos párrafos antes: El artificio se complace tristemente en la muerte; el arte juega alegremente con la vida. Con esto sacamos dos conclusiones que parecen una: el valor es un espejismo ajeno al toreo; la cogida por valor no es toreo, es brutalismo. Por eso R.R. levanta a las masas, porque el valor es sencillamente más fácil de entender que el arte. El valor no pide, no exige, no precisa de un bagaje sensible en la persona sino que hasta en las mentes más básicas se entiende. ¿Cómo explicarle a alguien lo que es un natural, con todo lo que ello implica, sin caer en simplismos ni perogrulladas? Es enromemente complicado, al contrario de que quisiéramos explicar lo que es una cornada, lo que es
un achuchón, lo que es una voltereta. De tal forma que, además de un efectismo de un gusto pésimo como enseña Bergamín, el valor seco es también un ventajismo más del toreo. Así parece que se esfuerza, parece que como público podemos pagarle y no nos cuesta ser magnánimos con él, porque pobrecillo, cómo se ha dejado la piel. Al torero que es valiente no le pueden descubrir errores ni fallos los toros, y
paradógicamente suele recibir menos cornadas que los toreros artistas. En cambio, el arte exige una capacidad de asimilación tremenda y rápida, porque es sensibilidad pura. Exige los principios del toreo,
donde el toro manda y descompone lo que uno lleve en la cabeza o disponga Dios que pase y, en consecuencia, evidencia las carencias técnicas o artísticas de un matador. Ocurre igual con el cante, el de
verdad. Los públicos prefieren las batallas de rap, por fáciles, por vulgares, por esa sensación de esfuerzo en la rima, pero es realmente en el cante donde, improvisando igual que en las mal llamadas batallas de
gallos, se ve la dimensión de un artista capaz de dar todos los palos y crear de forma espontánea, si es bueno, con la facilidad del que lee un papelito. Lo que vale es la fácil dificultad, pero lo que emociona y llega al público en masa es la difícil facilidad, o sea, hacer que lo fácil parezca el mayor esfuerzo del mundo, y por ello los públicos recompensan a los toreros de este corte, porque les parece un esfuerzo
titánico el que hacen, cuando con ello precisamente ahuyentan el miedo, no lo asimilan, e impostan un persojane de caricaturesco arrojo que se sale de lo que debe ser la torería, el buen gusto y la esencia misma del toreo. Volvemos a tomar el Birlibirloque: En una corrida de toros la tragedia es siempre imposible (para el torero): la única tragedia posible sería la del toro. El torero que evoca a la muerte apaga las luces de su traje con su sombra: se suicida como torero al despojarse de su aparente inmortalidad, de su artística gloria; y perece, falseando lo humano, por la comprobación mortal y lamentable de su propio esqueleto melodramático. Entonces, los espectadores sentimentales se
estremecen de gusto, mientras que los inteligentes vuelven la cara como ante un caballo destripado. Como ejemplo de esto, de cómo un torero se repone sin hacer alardes huecos de valor, debemos apreciar a Cayetano Rivera Ordóñez como torero. No es buen muletero, más bien mediocre, y su capote es muy normalito, pero ahora bien, pocos toreros de su corte tienen el pundonor que tiene. Como ejemplo pueda la tarde, compartida también con R.R., del 24 de Mayo de este San Isidro pasado con toros del Conde de Mayalde, donde el primer toro le pegó una auténtica paliza y no hizo por dar pena al público, por ponerse a dar bernadinas, por arrancarles la oreja con pases cambiados por la espalda constantes ni
toreo tremendista. Hizo su trabajo y siguió la lidia. Eso es un torero consecuente con su profesión, lo contrario es un efectismo de efecto inmediato pero recorrido nulo. Para acabar con este toro del valor, como colofón, debemos recoger las palabras de Alcázar en su tauromaquia: En el toreo hay un concepto tradicional del valor que es falso, falsísimo. Comúnmente se le confunde con la temeridad, hasta el punto de emplear estas dos palabras como sinónimas. De aquí nace el error y, por tanto, la confusión de llamar toreros valientes a los que sólo son temerarios. El valor —recordemos la clásica definición— es una cualidad natural y consciente; la temeridad es circunstancial y momentánea.
Final de la IIª parte. En la próxima columna ahondaremos en el mando, fundamento del toreo, el de verdad, de Roca Rey, y también en la estructura de sus faenas.
R. A. M. M