Siempre nos quedará Morante. Y, cuando se retire, el sueño eterno de su toreo.
Se trata de una figura de época. «Oseantonio», para alegría de los aficionados, está en sazón este 2025; cada tarde nos regala una magnífica obra. Y nos premió con un monumento al toreo desde el inicio
al final de ese primer Garcigrande. El animal tardó en morir y obligó al uso del descabello. El respetable optó por otorgar al Genio, de manera masiva y clamorosa, una oreja.
Es muy grave que un presidente no respete al respetable y se salte el reglamento; es horroroso que un policía viole la normativa; es letal que el palco quiera suplantar con su vanidad el protagonismo de los que se la juegan.
Digo vanidad porque doy por hecho que dicho funcionario habrá leído el reglamento. Ese con quien cuyo nombre no pienso citar sanciona a quienes se juegan la vida. Ese que decidió saltárselo, no a la torera, a lo palcarra. Al gran dictador hoy solo le defienden los de «uno de los nuestros».
Debieran castigarse estos comportamientos. Debiera sancionarse no solo con multas como las que ponen estos personajes: también donde más les duele, cesando a su egolatría de subir al palco. Que sepa el comisario que no es el amo del mundo.
A Morante una oreja no le cambia nada, mucho menos tras haber realizado la faena de la feria, bellísima y recordada. Al aficionado que le hurten su atribución de darla y arbitrariamente aplasten la normativa, sí.
Dicha volubilidad presidencial, diferencias de criterios y violación del reglamento golpean la categoría de la plaza y pervierten una tarde de toros.
Los gozos y las sombras de una tarde que comenzó con lo primero y sombreó Iznogud (los lectores con canas me entienden), aquel visir que quería ser califa en lugar del califa.
Frente a los «sheriffs de Nothingham» siempre nos quedará Morante.
Jesús Javier Corpas Mauleón