El cine está de moda. Bueno, de moda entre los taurinos, porque Albert Serra ha decidido darnos un poquito de coba al tiempo que ensayaba el documental sin narrativa. El domingo fui a ver Tardes de Soledad al madrileño cine Renoir de Narváez –lleno hasta la bandera–, y me dispongo
a echarle un párrafo con ustedes.
No soy crítico de cine, ni de toros ya puesto, pero soy cinéfilo y aficionado a los toros, y aprovechando que se unen ambas disciplinas gracias a Serra se pinta una ocasión singular para hablar de toros previa al inicio particular de la temporada en Valencia mañana miércoles 19.
Voy a despachar rápido el toro del cine que, aunque me gusta, no es mi campo. Es una cinta de una belleza tremenda, pero francamente aburrida.
Los detalles, los primeros planos del toro, la atmósfera bajo la lluvia en la feria de Bilbao, el albero de Sevilla… merecen mucho la pena pero Serra, en mi opinión, no ha sabido transmitir la tensión del arte de torear y se limita un poco a buscar la belleza que hay en él mientras dibuja el contorno de un Roca Rey heroico que nunca llega a materializarse. Lo mejor del «filme» –como dirían los cursis– son las sugestivas escenas de la muerte del toro que se muestra sin tapujos ni medias tintas en pasajes muy íntimos y crudos. El toro muere, y como tal se enseña. Sangre y muerte, la culminación del mito de Teseo. Quizá sea más natural la colocación del toro como centro del documental –como debería serlo en la Fiesta–, formando el eje de una tragedia anunciada. Así el hombre representa a Teseo, y el toro es el minotauro que necesariamente debe morir. El héroe es más orgánico, y el protagonista es su contrario de forma natural.
Esencialmente eso es la tauromaquia. Aquella «Minotauromaquia» de Picasso, que es lo que ha buscado Serra, no se aprecia. Por lo demás, una película buena por bella, pero en mi opinión nada emocionante (ni hablar ya de aquello que dijo Serra de que era la mejor película de toros jamás rodada). ¿Me ha gustado? No sabría decirlo, me ha dejado sin palabras aún teniendo cosas buenas.
En lo taurino, Tardes de Soledad es una reiteración de lo que ya sabíamos de Roca Rey: cero técnica, temeridades fáciles y trapazos, buenas estocadas y poco más. Ah, y que si lo cogen los toros no es más que porque quiere en la mayoría de casos, porque se deja unos huecos entre él y la muleta por donde pasa un trasatlántico, y un toro también aunque sea una hermanita de la caridad. También la nula variedad de hierros: Victoriano del Río, Puerto de San Lorenzo y Antonio Bañuelos, y las carnicerías que ocurren a sabiendas del matador en los petos de los caballos. En fin, nada nuevo bajo el sol. Aparte de todo tenemos a Antonio Chacón y Francisco Durán «Viruta» que están estupendos, con los palos y como parte del documental ya que aportan un gracejo singular a la película. Una parte humana que francamente se agradece frente a lo artificial que se ve la atmósfera la mayor parte del documental.
Pero la obra de Serra es, aspecto en el que destaca, una denuncia, aunque no sea este su objetivo. Evidencia de forma clara, sin distracciones ni cortinas de humo, varios de los grandes pecados actuales en la tauromaquia: el afeitado –apenas vemos dos toros claramente en puntas en todo el largometraje–, la influencia de las cuadrillas durante la lidia con voces y vítores actuando como juez y parte del espectáculo y la falta de crítica y consejo por su parte hacia el matador. Empezaremos por esta
última.
No existe peor solución para un mal oficio que la excusa, la mentira piadosa o la ignorancia. Suponiendo que no es lo último porque sólo con la experiencia es evidente que saben de toros, las cuadrillas insisten en cantarle sus bondades a su amado líder como se las canta el pueblo norcoreano al suyo, esto es: a ciegas. Esté bien o mal, regular, capaz o incapaz frente al toro, para ellos siempre está igual: cumbre, hasta en las espantás, y eso no lo consiguieron ni siquiera Gallito, Belmonte o Manolete luego me figuro que es imposible. Hay un momento clave en la película donde Roca dice, en Sevilla: se me ha ido el toro –el 1º de su lote–, y Chacón y Viruta se empeñan en decirle que ha estado tremendo. Cortó una oreja y asumió que sería criticado por cortarla. No iba mal el tiro del peruano, pero sus subalternos quedaron empeñados en que no. Quizá para que no perdiese el sitio y la concentración de cara al segundo, pero aún así de forma innecesaria. Si un torero quiere ser figura o ya lo es, estar mal en un toro no sólo no debe ser motivo de desánimo sino que debe espolear su orgullo y salir a comerse el mundo en el siguiente si no es un sin sangre, en cuyo caso no debería pasar de matador de segunda fila.
Caso similar es el de las voces del callejón, esas psicofonías que se producen durante la lidia propias de la niña del Exorcista más que de banderilleros, mozos de espadas y apoderados. “¡Ole ezoh toreroh!”, “¡Qué
grande mi arma, cumbre!” y demás gritos de júbilo que se escuchan al primer trapazo que se le pega al toro. Si no se tiene nada que aportarle al matador uno se calla, como las personas educadas, y si les dicen algo desde el tendido por algo será, así que dejen de increpar a quienes les exigen desde el tendido porque, sin ellos, ustedes no comerían ni las sobras de los perros. Otra cosa es decirle al matador en un momento dado: “¡Más por abajo y le puedes!” o “¡Cámbiale los terrenos, hacia los medios!”, apuntes
que ayudan al matador a leer la lidia, pero nada más, estos monólogos a voces desde el callejón deberían estar controlados por la autoridad.
Y para terminar, lo más grave y viejo: el afeitado de las astas de los toros. Es una lacra que nos persigue desde los tiempos del Guerra, y no por vieja es menos vergonzante. Ahora, los profesionales de esto, se creen que con las fundas y la bolita lo han tapado pero no se engañen ustedes, que no somos tontos, la bolita se ve muy bien y se aprecia perfectamente el corte en el crecimiento natural de cada pitón, que no debe ser romo sino acabado en punta redondeada. No digo que sea afilado, sino en punta, son cosas
diferentes, y cuando vemos un toro astifino, con la mazorca del pitón estrecha, y por sorpresa las puntas son como dedos pulgares de gordas pues lógicamente nos sentimos timados y si la afición no ha lapidado aún a nadie es porque somos educados, la misma educación que a esta gente del afeitado le falta por tramposos y mentirosos. Y ojo, no digo que en la película estén afeitados los toros, pero hay muchos que lo parecen, sospecha que no tendría lugar si se investigasen todos los toros que se lidian, por lo menos, en plazas de primera. El toro debe lidiarse como lo parió la vaca, que eso es lo que pagamos en taquilla. Dijo Morante: un día yo me iré, pero el toro seguirá. Esa es la importancia de este animal que se empeñan en mermar y acomodar a su gusto.
En fin, que ya hemos sucumbido ante el cine también. A un cine bonito, pero aburrido, a un torero valiente pero vacío. En fin, que Tardes de Soledad da lo que promete: una tarde diáfana de emociones que, si no es por la compañía, es para aguantarla.
Por R. A. M. M.